Centro de Oportunidades para la Mujer en Kayonza, Ruanda.

La cooperación al desarrollo es, básicamente, la ayuda con que los países ricos colaboramos a que otros países en peor situación se “desarrollen”.

Esta cooperación, por supuesto, no se da exclusivamente a través del dinero sino que también implica regalar aquello que consideramos nuestro mayor logro intelectual, nuestro hallazgo cultural.

Proyecto de Sharon Davis design en Ruanda.

Este ejercicio de apostolado puede producir situaciones tragicómicas cuando se intentan “curar” los males de una comunidad considerada del tercer mundo con “medicina” del primero.

Cuando, por ejemplo, se pretende mejorar la calidad de vida de un humilde pueblo caribeño a través de un proyecto con ecología, sostenibilidad y transversalidad de género; valores que a duras penas podemos encontrar en nuestra propia sociedad privilegiada.

Proyecto de Diebedo Francis Kere en Burkina Faso.

En el ámbito de la arquitectura puede suceder que los proyectos realizados en nombre de la cooperación al desarrollo, con profesionales de aquí para gentes de allá, tengan un futuro incierto por la diferencia de usos y costumbres, la brecha tecnológica o la total indiferencia hacia nuestros valores.

Proyecto de Orkistudio en Kenia.

Siendo incuestionable la buena fe de quienes se implican directamente en el diseño de estos proyectos, resulta paradójico que necesitemos al “tercer mundo” para hacer el bien.

Mientras por aquí seguimos enganchados a las cositas de Zaha Hadid y Frank Gehry, allá vamos con el destilado de la experiencia cultural de nuestra sociedad: materiales ecológicos, sencillez, climatización natural… ¡ahorro!

¿Para cuándo proyectos de cooperación con nosotros mismos?