Antonio, desempleado en la Roma hambrienta de la posguerra italiana, tiene la fortuna de conseguir una rara oportunidad de trabajo, posible gracias a que dispone de una bicicleta. Lamentablemente, la bicicleta le es sustraída apenas comenzada la película y en ese momento somos conscientes de que la angustia nos acompañará hasta el final de la misma. Antonio y su pequeño hijo Bruno recorrerán las estaciones del día saltando de miseria en desgracia, hasta que la caída de la noche parezca darles una tregua. Mañana volverán a la casilla de salida, pero esta vez con un poco menos de dignidad.

Ladrón de bicicletas, la obra ultracelebrada de Vittorio De Sica, es el ejemplo paradigmático de esa subcategoría transversal al neorrealismo y la serie negra que yo llamaría algo así como «por más que lo intentes nada va a salir bien». Otras obras de aquella época pero menor popularidad, que lograron pulsar esa misma tecla empática son Solo se vive una vez, Punto de ruptura o Detour. Todas ellas provocan el desasosiego de la impotencia ante lo que algunos llamarán destino y que se materializa en la confusión e inequidad que rigen nuestro mundo.

No es hasta unos años después de la producción de esas películas, en 1958, con el libro de Michael Young The Rise of Meritocracy (1) (El ascenso de la meritocracia), que se acuña el término meritocracia para definir una sociedad que consigue organizar sus frutos y recompensas en base a los méritos de sus ciudadanos. Desde entonces este concepto ha ido ganando trascendencia hasta convertirse en el marco ético que rige las sociedades capitalistas contemporáneas, fundamentalmente las anglosajonas, y el Reino Unido y los Estados Unidos por antonomasia. 

En el imaginario del pueblo norteamericano, las razones por las que aquellos emigrantes que empezaron a llegar a las costas de América a principios del siglo XVII consiguieron construir la nación más poderosa del mundo son el talento, la buena disposición, el trabajo duro y la naturaleza moral. Esos serían los ingredientes necesarios para acceder al American Dream, al Sueño Americano.

Sin embargo, como explica y demuestra de manera prolija y documentada el libro de Stephen J. McNamee The Meritocracy Myth (2) (El mito de la meritocracia), la realidad es que la prosperidad en los Estados Unidos de América depende hoy en día de haber nacido en un entorno privilegiado, que permita acceder a una educación privilegiada y construir un capital social, un capital cultural y protegerse, por supuesto, de las diversas discriminaciones que perjudican seriamente el llamado «Sueño»: las lacras del racismo y el machismo, pero también el heterocentrismo, el edadismo (discriminación por edad), el capacitismo (discrimación por discapacidad), la discriminación religiosa… e incluso el «lookism» (la preferencia por lo atractivo).

El Reino Unido ha tenido otro contexto político de referencia, con un potente Partido Laborista que acumula más de un siglo de lucha por la equidad social. Fue necesario el violento empellón de la política de Margaret Thatcher para que se produjera un complicado debate en las filas de la izquierda, que la llevó a lo que se llamó una «tercera vía»; tremendamente respetuosa con los privilegios del quintil superior, a cambio de más oportunidades para las capas inferiores. A partir de ese momento el paradigma meritocrático vino a justificar todo desajuste entre el éxito y las expectativas personales. Desafortundadamente, la grosera acumulación de riqueza en el 1% más favorecido de la población no ha traído de la mano una mayor igualdad de oportunidades para los británicos. Como documenta James Bloodworth en su libro The Myth of Meritocracy (3) (El mito de la meritocracia), las razones por las cuales las personas acceden a una vida próspea en el Reino Unido son las mismas que en los Estados Unidos. Básicamente, los privilegios de los padres se convierten, de forma infalible, en los privilegios de los hijos.

Así las cosas, el marco social de la meritocracia se convierte en una trampa que daña la confianza y la dignidad, exaltando de manera obscena al ganador y estigmatizando a la multitud no ganadora. Por ejemplo, en un contexto profesional durísimo para el gremio de la arquitectura, protagonista de una pronunciada movilidad social estructural descendente y una altísima tasa de desempleo y precariedad, malgastar infinitas horas de trabajo del colectivo en el juego supuestamente meritocrático de los concursos tiene que ser a la fuerza pernicioso.

Otro peaje que pagamos al transitar la ficción meritocrática es perder de vista el papel definitivo del azar en todo devenir vital. Un hecho irrefutable, que sin embargo es sistemáticamente obviado de manera cobarde por quienes consiguen alcanzar un pedacito de gloria, como muestra Robert H. Frank en su libro Success and Luck (4) (Exito y suerte), detallando las anécdotas o coincidencias a través de las cuales llegaron a su situación actual personajes ahora universalmente celebrados.

Resulta extraordinario encontrar a quien reconozca públicamente la participación de la suerte en el éxito propio. En este sentido, recuerdo como especialmente refrescantes y provocadoras las palabras de Fernado Porras-Isla-Fernández, director del equipo ganador del concurso para la remodelación de la Plaza de España de Madrid, durante una presentación en el Colegio de Arquitectos de Madrid. Fernando, después de haber analizado cuidadosamente todo el proceso de selección, creía tener la explicación de su victoria, que se alzaba sostenida por dos razones bien alejadas de la supuesta calidad del proyecto. En primer lugar, consideraba él, la cantidad de color verde de los planos fue determinante para que resultaran más atractivos al escrutinio público. La abundancia de color verde, no de vegetación o simbología ecológica, recalcó. Y como colofón, ya en la fase final de elección entre las dos últimas propuestas, la suerte de que a su proyecto se le hubiera asignado la letra X, frente a la Y del rival; estando convencido de que muchas personas se vieron estimuladas o confundidas por esa casilla con una X, que ya parecía ganadora. En definitiva, y con independencia de que consideraba que también había sido un caso de buena suerte para la ciudad de Madrid, pues estaba convencido de la bondad de su trabajo, el resultado final era difícilmente justificable por la calidad meritocrática del proceso utilizado. Proceso que, por otra parte, era una novedad en Madrid, en un intento de hacer más objetiva y democrática la adjudicación de los grandes concursos públicos de la capital.

La imposibilidad de una sociedad meritocrática nos devuelve al origen del concepto, en el libro de Young El ascenso de la meritocracia, para descubrir paradójicamente que en él, en realidad, se ridiculizaba una sociedad británica que se dirigía a un futuro distópico y tiránico en manos de una élite que ostentaba el poder gracias a sus méritos, frente a una masa desposeída… gracias a sus deméritos.

Pero ¿y entonces cómo organizamos de manera mínimamente justa, razonable y democrática la administración de oportunidades que son públicas?

En los casi dos siglos de democracia ateniense (509 a. C. – 322 a. C.) tenemos un ejemplo extraordinario de cómo una sociedad se organizó para involucrar a una buena parte de la población en los asuntos de todos, a través de la administración del azar. Según describe Mogens H. Hansen en su libro La Démocratie athénienne (5) (La democracia ateniense), en Atenas, en la época de Demóstenes (384 a. C. – 322 a. C.), eran escogidos por sorteo, una vez al año, miles de ciudadanos para integrar los cuerpos de legisladores, jurados, magistrados y arcontes; y de entre ellos se escogía diariamente, y también por sorteo, aquellos (cientos) encargados de administrar la cotidianidad de las leyes y decretos, los juicios, los mercados, el agua, las finanzas, las sentencias, los cultos, los santuarios… La comunidad gastaba una importante parte de su presupuesto en pagar a los ciudadanos seleccionados para que se hicieran cargo de las tareas y responsabilidades que incumbían a toda la ciudad estado. Inventaron una «máquina» (kleroterion) mediante la cual institucionalizar la suerte y todos los días hacían uso de ella para gobernarse de la forma que consideraban era la más democrática.

Hoy en día las palabras suerte, azar o sorteo se asocian más con la tómbola o la verbena que con cualquier cosa «seria», sin embargo el sorteo es utilizado en la cosa pública de forma discreta pero consistente desde siempre. Baste recordar cómo se asignaban los destinos a los quintos del servicio militar obligatorio de los años sesenta, cómo se adjudican hoy en día las viviendas de protección oficial subvencionadas por el Estado o cómo se eligen los vocales magistrados del Tribunal Supremo que forman parte de la Junta Electoral Central.

Haciendo un símil con la democracia ateniense, los profesionales que ya estuvieran en posesión de su título de arquitecto serían ciudadanos de pleno derecho y estarían capacitados para asumir los encargos públicos comunes. Mediante el sorteo se haría un reparto más racional y democrático de las oportunidades públicas existentes, con independencia de las otras rutas del mercado o de los trabajos especializados, que, como el de general en Atenas, requerirían una experiencia contrastada. Se ahorrarían a la profesión un tiempo y una energía que necesita para reconstruirse, se ahorraría al Estado un gasto prescindible, se multiplicarían las oportunidades de iniciación (lo que debiera ser una prioridad de lo público), surgirían sinergias inesperadas… y, finalmente, se estaría contribuyendo a la construcción de un paradigma social más consciente y menos alienado por mitos y leyendas, en el que el azar de la vida estuviera más presente y se le pudiera guardar la gratitud que merece.

 

 

Notas

(1) Michael Young, The Rise of Meritocracy, 1958

(2) Stephen J. McNamee, The Meritocracy Myth, 2009

(3) James Bloodworth, The Myth of Meritocracy: Why Working-Class Kids Still Get Working-Class Jobs (Provocations), 2016

(4) Robert H. Frank, Success and Luck: Good Fortune and the Myth of Meritocracy, 2016

(5) Mogens Herman Hansen, La Démocratie athénienne à l’époque de Démosthène. Structure, principes et idéologie, 2009 (título original: The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes. Structures, Principles and Ideology, 1991)