En medio del aburrimiento plomizo y la frustración sexual de la vida de provincias de la España de posguerra, los varones solteros se entretienen en el casino con sus gansadas de brocha gorda. La última ocurrencia es divertirse a costa de la «solterona» del pueblo, haciéndole creer que uno de ellos se quiere casar con ella.

El asunto nos llevará del asco por unos tipos tan imbéciles a la congoja por el drama inevitable. El director Juan Antonio Bardem, desde su posición de resistente antifranquista, retrata una España claustrofóbica en donde la mujer sigue siendo el último eslabón de la cadena trófica.

Al final Isabel, la desgraciada protagonista de la excelente Calle Mayor, regresará, aturdida de dolor e incredulidad, al destino deprimente que la sociedad tenía previsto para ella; lo que es magistralmente contado en una última escena metafórica que la enclaustra tras la lluvia y el cristal.

Encontrar explicaciones para semejante machismo, tan próximo en el tiempo, nos invita a indagar en nuestro pasado como sociedad. Si nuestra cultura es de fundación grecolatina, deberían encontrarse pistas en los textos de los primeros filósofos.

Aristóteles, allá por el siglo IV antes de Cristo, en su obra Política (2), donde explica de manera extensa y prolija cómo los pueblos pueden pasar de la monarquía a la tiranía, de la aristocracia a la oligarquía y de la democracia a la demagogia, despacha esta cuestión de la relación entre los sexos en unas pocas líneas.

Según él, como todos sabemos, «en la naturaleza un ser no tiene más que un solo destino», y por tanto los griegos tienen el derecho de mandar sobre los pueblos bárbaros, los esclavos y las mujeres.

«Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer, son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso: La casa, después la mujer y el buey arador; porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey.»

O dicho de otra manera, si el pobre no se puede permitir un esclavo, siempre le quedarán el buey y la mujer.

A horcajadas de argumentaciones diversas, todas ellas inverosímiles para nuestra mirada contemporánea, este enfoque prosperó saludable hasta bien avanzado el siglo XIX, cuando ya resultó insostenible como parte de un mundo que se agitaba con todo tipo de cambios y avances sociales. Desde distintas posiciones ideológicas e intelectuales se produjeron manifiestos y llamadas a la acción para poner fin a lo que ya se entendía como una atropello injustificable e inasumible.

Por ejemplo, John Stuart Mill, abanderado del liberalismo y el utilitarismo, publicaba en 1869 The Subjection of Women (3) (El sometimiento de la mujer), libro en el que pacientemente se entrega a la deconstrucción argumentativa de los prejuicios que parecían sostener la práctica inmoral de una media humanidad que sometía a la otra media.

¿Cómo podríamos saber que la mujer es realmente inferior al hombre si nunca se le ha dado la oportunidad de demostrar lo contrario?  ¿Cómo podría la mujer mostrar nada distinto a lo que se le ha asignado, si está sometida a un régimen de control completo y permanente, que se puede considerar más estricto que el del esclavismo? Si el matrimonio, que otorga legalmente el poder al hombre, no es una institución creada únicamente para hombres escogidos, es decir, si cualquier bestia puede hacer uso de ella, ¿no es totalmente insensato que la sociedad le entregue a sus mujeres? Si las mujeres son buenas llevando la economía doméstica, ¿por qué no iban a ser buenas llevando las cuentas de las empresas o los gobiernos? Si a la mujer se le reconoce una llamada sagacidad intuitiva y un supuesto temperamento nervioso, ¿no podrían estas cualidades ser de gran utilidad en determinadas tareas o proyectos? ¿No tendríamos una sociedad más competitiva y avanzada si las mujeres se incorporaran a la vida laboral? Si el tamaño del cerebro es determinante para la cantidad de inteligencia, ¿qué ocurre con los hombres pequeños?

Para concluir reflexionando: «Cuando se considera el daño real causado a la mitad invalidada de la raza humana… ; uno siente que entre todas las lecciones que los hombres requieren para llevar adelante la lucha contra las inevitables imperfecciones de sus suertes sobre la tierra, no hay ninguna que más necesiten que la de no agregar males a los que la naturaleza inflige, mediante sus celosas y prejuiciosas restricciones entre sí

¿Es posible que un prejuicio cultural cale tan hondo que incluso cuando sentimos que está superado siga afectando nuestras decisiones supuestamente más técnicas o profesionales?

Una joven arquitecta francesa ha creado un urinario femenino (4) para los masivos festivales de música. Algo que en principio parecería absolutamente sin futuro, pues las chicas ya pueden compartir de forma igualitaria los habituales baños portátiles que se disponen en estos eventos. Sin embargo parece que el invento puede tener recorrido, a juzgar por esta sentencia de una usuaria: «Cuando eres una chica y vas al lavabo en un festival, suelen estar cubiertos de mierda, así que tener un sitio donde sabes que solo se hace pis puede ser lo más lujoso del mundo».

Durante mi temporada de viajero mensual a París repetí siempre una especie de ritual a mi llegada al aeropuerto de Orly. Excitado por la idea del nuevo reencuentro, caminaba con paso acelerado, maletita y botella de brandy en mano, desde la puerta del avión hasta los baños. Se trataba de una última escala técnica, como quien se prepara para el asalto definitivo. Allí me encontraba el mismo apelotonamiento de hombres, en promiscuidad de bultos y chorros, con muchas prisas y pocos miramientos, que resolvían de forma expeditiva una necesidad fisiológica.

Y al salir, también me encontraba la misma fila de mujeres esperando su derecho a orinar. Unos pocos metros que recorría con la vista puesta en las baldosas para no tener que cruzar la mirada con aquellas ciudadanas no tan ciudadanas. La misma fila para la misma escena tantas veces vista en teatros, cines o bares, pero que en un aeropuerto, con prisas y equipajes, carecía de cualquier tono festivo. Mujeres que por alguna razón carecían de los mismos derechos que los hombres y tenían que esperar pacientemente su turno civilizatorio.

¿Por qué los arquitectos, y supongo que también las arquitectas, diseñamos los baños de las chicas iguales que los de los chicos?

 

Notas

(1) Fila de mujeres esperando entrar al baño antes de una matiné en un teatro de Broadway, New York. Foto de Rebecca Smeyne para el New York Times.

(2) Aristóteles, Política o La Política, siglo IV a. C.

(3) John Stuart Mill, The Subjection of Women, 1869

(4) eldiario.es, Diseñan un nuevo urinario de mujeres pensado para festivales y celebraciones callejeras, 05/07/2019: https://www.eldiario.es/theguardian/fin-orinal-femenino-festival_0_916909223.html

Artículo original en The Guardian, 04/07/2019: https://www.theguardian.com/world/2019/jul/04/the-penny-drops-at-last-a-female-urinal-for-the-festival-crowd?CMP=fb_gu&utm_medium=Social&utm_source=Facebook&fbclid=IwAR0UA9bjhTkmmeiLArDMuMsq_U4_VsTTqtsKz-wAfT5_Evevi5675bcEpXc#Echobox=1562228252