La diosa de la democracia coronando al pueblo de Atenas, c. 337 a. de C. (Photo: Craig Mauzy)

 

 

La Atenas Clásica es considerada la época de esplendor de la cultura griega, que a su vez representa la fundación de nuestra cultura occidental.

Este período de tiempo se fija habitualmente como el transcurrido entre el 508 a. C., de la muerte de Clístenes, y el 322 a. C., de la división del imperio macedonio, tras la muerte de Alejandro Magno.

Dos siglos de autoridad militar y cultural excepcional, durante los que Atenas tuvo que gestionar numerosas guerras contra los persas, los espartanos y los macedonios; mientras era, al mismo tiempo, el lugar donde se enseñaba la filosofía de Sócrates, Platón y Aristóteles, se iba al teatro para escuchar las obras de Sófocles, o se construía el Partenón que adornó Fidias con sus esculturas.

Estos dos siglos son también los de un experimento extraordinario, cuyos principios vuelven a ser de absoluta actualidad en nuestra sociedad: la democracia.

Según Tucídides, Pericles dijo esto en un discurso en honor de los caídos, durante la guerra del Peloponeso: Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia; respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.

Durante los siglos IV y V a. de C., el de los políticos Pericles y Demóstenes, Atenas no tuvo ni tirano, ni monarca, ni cualquier otra forma de dirección unipersonal; se gobernó a través de la Asamblea del Pueblo, en la que se reunía a 6.000 ciudadanos, y un prolijo sistema de sorteo que movilizaba mediante el azar a unos 7.000 ciudadanos cada año, para ejercer las funciones que la polis requería para su administración.

Foto de kleroterion de la colección de la American School of Classical Studies.

 

¿PARA QUIÉN TRABAJAMOS LOS ARQUITECTOS?

La arquitectura, un oficio cuyo perfil pareciera claro y definido desde siempre, en realidad no ha sido el mismo a lo largo de la historia y, sobre todo, no ha respondido a los mismos “clientes”.

En la cultura occidental comenzamos, por ejemplo, siendo sacerdotes al servicio de los faraones de Egipto, quienes necesitaban a título personal unos mausoleos que pudieran ser vistos desde la eternidad.

Durante siglos continuamos totalmente especializados en lo divino y para los griegos construimos templos con prodigalidad.

Los romanos, inventores de la burocracia a escala imperial, necesitaron de una gran capacidad productiva para construir, además de templos a muchos dioses, los propios y los que se encontraban por ahí, puentes, acueductos, carreteras, anfiteatros, coliseos…

Con el desplome del imperio romano llegaron unos tiempos sombríos, de miedos y penalidades, y todas las miradas se volvieron de nuevo hacia lo omnipotente desconocido.

Las iglesias y las catedrales volvieron a ser la práctica totalidad de la cartera de negocio de los arquitectos, quienes habían perdido el hilo del know how romano y, apilando piedras pequeñas de forma anónima, tuvieron que inventarse el Gótico.

En el Renacimiento la cosa empezó a ponerse buena para eso de las starchitects: protagonismo y mecenas con mucho cash para dar rienda suelta a los impulsos más artísticos: seguimos con la profusión de iglesias pero añadimos los palacios para unos cuantos promotores selectos.

Hasta aquí, como se puede ver, ni una sola vivienda. A no ser que queramos aceptar palacio por vivienda.

Es en el siglo XIX, con la Revolución Industrial, cuando surge la necesidad de diseñar y construir lugares para acoger las vidas de los obreros migrantes. En el XX esta necesidad explota de forma masiva y cambia radicalmente la profesión, convirtiéndose la vivienda en el cometido central de nuestra misión.

Al mismo tiempo que se producía este cambio radical de la profesión, se producía un cambio radical de la sociedad: la democracia. Por fin, todas las mujeres y todos los hombres mayores de edad podían emitir un voto para decidir quién les representaba políticamente.

El siglo XX transcurrió creyendo que democracia era eso, votar, pero ahora nos preguntamos hasta dónde queremos llegar con el invento.

Por tanto…

Si uno de los grandes retos de nuestra sociedad es averiguar qué tipo de democracia nos podemos permitir: representativa, participativa, directa, líquida… por sorteo, ¿cómo debieran ser la arquitectura y el urbanismo que respondieran a esa democracia?